La finca de Pepe | César Luna Victoria

Al Pepe lo metieron trece años en la cárcel. Fue guerrillero y, probablemente, robó, secuestró y mató. A lo de robar el Pepe lo llamaba expropiación para la justicia. Siempre sostuvo que no secuestró ni mató. A la dictadura que sobrevino eso le dio igual. Todo ese tiempo en cárcel fue el rehén para que los tupamaros abandonaran la violencia urbana. Fue torturado. ¿Sabe lo que más me dolió? Yo estuve siete años sin leer, no me dejaban leer. En los calabozos descubrí cosas como estas: que las hormigas gritan, pruebe ponerse una al oído y verá como grita; o que cualquier rata se domestica… para poder comerla. También descubrí que el peor enemigo lo tenía dentro y que también dentro tenía al amigo más grande. Éramos el Ñato, el Mauricio y yo. Creían que nos tenían incomunicados, pero reinventamos el morse. Una tarde, escribimos en los muros: “Para nuestras compañeras / nunca sé si acabaré el verso que te escribo / una tarde quedará suspensa la palabra que no cierra el punto / y serán sus letras solo tinta fría, / pero tú comprenderás mi amor / aun en el verso que no escriba” (Mauricio Rosencof).

Así salió el Pepe de la cárcel: sin amarguras y amando la vida. Dejó las escopetas y las bombas, pero siguió su lucha social. No explicaba los problemas con lucimiento académico, sino con calidez humana. Por ejemplo, le gustaba el discurso del Quijote a los cabreros, en los que da las gracias por los alimentos y añora los felices tiempos aquellos que los antiguos llamaban la Edad de Oro. Dorada, agregaba, no porque abundara ese metal, sino porque no existían estas dos palabras: tuyo y mío. Así llegó a presidente, el más votado en la historia. Ya sabemos que siguió viviendo en su chacra de Rincón del Cerro, tan austero como antes y como después. Pero, contado así, parece una extravagancia del presidente más pobre del mundo. Su forma de vida no era una apología de la pobreza, sino una apología de la sobriedad. Durante su presidencia (2010-2015) lo acompañó el superciclo de las commodities y la economía creció a 5.4% por año. Lo aprovechó: redujo la pobreza, la desigualdad y el desempleo. No todo fue suerte, hizo su trabajo: mantuvo la política de apertura de mercados, generó estabilidad, prosperaron las inversiones y aumentaron los salarios. También fue controversial en derechos humanos: legalizó el aborto, estableció el matrimonio igualitario y liberó el comercio de la marihuana. Sobre esto diría que no alentaba el consumo de drogas, sino que atacaba el narcotráfico, que envilecía el mercado con plata fácil y envenenaba la sociedad con la violencia de los ajustes de cuentas. Al irse, Uruguay fue un mejor país. En el otro plato de la balanza, dejaba también el mayor déficit fiscal de la historia. Nada es perfecto, el saldo neto siempre es una suma de cosas buenas y resta de cosas malas.

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En estos años la pinta de abuelo le dio la apariencia de profeta y su chacra se convirtió en lugar de peregrinaje de políticos, periodistas, presidentes y reyes. El Pepe pasó de guerrillero tupamaro a político constitucional, luego a presidente y, al final, a pensador. Pero en todas esas facetas siempre fue un animal político: el Estado es neutro, es una herramienta, depende de nuestra ética y compromiso; y si no podemos dejar de cometer errores, lo menos que podemos es trabajar de buena fe. Enorme transformación para conseguir la justicia: transitó de la violencia revolucionaria a la ética y a la responsabilidad política. Lo resumía así: si queremos cambiar, tenemos que buscar otro camino. El Pepe construyó ese camino: se equivocó como guerrillero, se redimió en la cárcel, se reivindicó como político y, cuando tuvo que actuar de presidente, hizo lo que pudo, llegó hasta donde se puede llegar, ese es el espacio en el que se aguantan todos. No neguemos esa posibilidad a quien quiera corregir errores. Al despedirse, Aimar Bretos recordó la fábula en la que todos los animales huyen del incendio del bosque, menos el colibrí, que va del lago al bosque y del bosque al lago, una y otra vez, llevando agua en su pico. Uno de los animales le increpó: “¿Crees que así apagarás el fuego?”. “No —respondió el colibrí—, pero yo hago mi parte”. José Mujica Cordano murió esta semana, un hombre que hizo su parte.

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