La reciente decisión de Moody’s de rebajar la calificación crediticia de Estados Unidos de AAA a Aa1 ha encendido las alarmas en los mercados internacionales. Aunque EE.UU. mantiene una posición dominante en el sistema financiero global es evidente que su sostenibilidad fiscal a largo plazo está en duda. Y no se trata de un problema coyuntural, sino de un deterioro estructural que se ha venido gestando durante décadas sin que ningún gobierno lo encare seriamente. El déficit fiscal estadounidense superará este año el 6% del PBI, pese a que la economía no se encuentra en recesión.
El déficit es alimentado por tres factores principales: el crecimiento explosivo del costo de la deuda, la resistencia política a eliminar exenciones tributarias y la creciente rigidez del gasto público. Primero, el servicio de la deuda se ha convertido en uno de los rubros más grandes del presupuesto federal. Con tasas de interés en máximos de dos décadas, el pago de intereses se acerca a mil millones de dólares anuales. Es un gasto ineludible, sin retorno social y que reduce el espacio fiscal disponible. Segundo, las exenciones y recortes tributarios han debilitado la base fiscal. Desde las reformas de los años 2000 hasta los recortes durante el primer gobierno de Trump (que intenta extender), el ingreso federal como porcentaje del PBI se ha estancado. Revertir esto exige decisiones impopulares tanto del Gobierno como del Congreso que no parecen dispuestos a asumir. Tercero, el gasto obligatorio —como seguridad social, Medicare y Medicaid— crece automáticamente con el envejecimiento poblacional. Su peso en el presupuesto es creciente, y cualquier intento de reforma enfrenta una fuerte resistencia política.
Como resultado, la deuda pública federal bruta supera ya el 120% del PBI. En la mayoría de países, un nivel así implicaría una calificación crediticia bastante inferior o incluso pérdida del grado de inversión. Pero EE.UU. goza de un privilegio singular: el dólar es la moneda de reserva mundial, lo que le permite endeudarse en su propia moneda reduciendo el riesgo de default. Además, el mercado de bonos del Tesoro americano es el más grande y líquido del mundo, y su historial de cumplimiento ha sido impecable.
Sin embargo, ese privilegio no es eterno. Si los mercados comienzan a dudar de la voluntad política para frenar el deterioro fiscal, el ajuste vendrá por otras vías: tasas de interés más altas, pérdida de credibilidad del dólar o crecimiento más lento. Moody’s no ha cuestionado la capacidad de pago inmediata de EE.UU., pero sí ha encendido una luz roja sobre la sostenibilidad de largo plazo, rebajando su deuda al nivel que ya la tenían Standard and Poor’s y Fitch.
Estados Unidos ha disfrutado durante décadas de un grado de confianza que el ha permitido ignorar advertencias que serían letales para otros países. Pero hasta los imperios financieros tienen límites. La rebaja de Moody’s no es solo un dato técnico: es un mensaje directo a una clase política que ha hecho del cortoplacismo fiscal su norma, y que podría estar acercando al país a un punto de no retorno. Ayer los rendimientos de sus bonos a 30 años superaron el 5% anual.