Hablemos de Andreina Farías.
El perfil: treinta y cinco años, trabajaba en Perú para enviar dinero a sus hijos en Venezuela, vivía sola en un departamento en San Bartolo. La noticia: la asesinaron esta semana. Los hechos finales: se aferró a la máscara de la camioneta de sus agresores para impedir que huyeran; retrocedieron a toda velocidad y, como ella seguía agarrada, aceleraron hacia adelante y cayó. El desenlace fatal: fue atropellada, rebotó entre el suelo y el chasis, quedó muerta a una cuadra, enroscada como un feto. Las pruebas: videos de cámaras de seguridad y testigos.
Los antecedentes: Andreina pidió internet para su departamento; una empresa le envió dos técnicos, Jean Carlos Montero y Rubén Darío Cueva. El contexto: llegaron por la mañana y se fueron de noche, once horas con ella. La especulación: habrá pasado de todo, ¿la abusaron? Están perdidos. Es probable que la violaran, aunque faltan pruebas; pero, de haberlas, saldrán en la autopsia. Todo indica que, al menos, es homicidio, porque siguieron manejando con ella colgada, sabiendo el riesgo. Solo por eso les caerán de 15 a 20 años. Si se prueba el abuso, será asesinato —la muerte habría sido para ocultarlo— y podrían darles hasta 35.
Este feminicidio es especial porque muestra una voz no escuchada antes: la víctima en dolor presente. Cuando sobreviven, relatan los hechos y, aunque sufren, su dolor ya es pasado. Lejos de ese sufrimiento, tribunales y agresores no llegan a empatizar del todo. Por eso exigen pruebas de violación que a veces no hay, ignorando las del alma. Por eso no le creen: su dolor no les dice nada.
En la penúltima escena, antes de aferrarse a la camioneta, Andreina los enfrenta. Les da cachetadas débiles, es lo que puede: “¿Qué te pasa?, ¡te voy a denunciar!”. No hay insultos brutales. No le quedan fuerzas ni para el odio. Su voz es un dolor tan hondo que casi no suena, solo un gemido. Es la humillación hecha sonido: “… llamen a la policía”. Pero los vecinos, ay, siguieron grabando.
El caso no debe cerrarse con la condena. Exige un juicio contra nosotros. La solidaridad llegó tarde, con velas y flores. Pero filmar fue más urgente que auxiliarla. Empresas y autoridades se limitan a “colaborar en investigaciones”, en un coro inútil. La solidaridad debe ser instintiva, y nos falta: somos una sociedad que no cree ni en Dios ni en el prójimo. Andreina viviría si los vecinos hubiesen salido a ayudarla, contra dos tipos sin armas. Peor aún: los agresores se fueron tranquilos, sabiendo que los identificarían. Son hijos de una impunidad que no construyeron solo los delincuentes. La construimos nosotros con coimas y leguleyadas. Por eso tenían grabado que la justicia se torea, que un asesinato tiene solución.
Casos como el de Andreina van más allá de la justicia. Nos desafían a cambiar radicalmente. Somos una sociedad enferma que debe redimirse. Aunque la vida tenga grises, en ética, mandamientos y delitos debemos ser radicales: lo blanco es blanco, lo negro es negro. Desde niños deberíamos aprender —como paradigma— que hay cosas que no se disfrazan ni se burlan.