La existencia de un papa peruano podría transformar el juego político en un país que parece haber perdido el rumbo. En tiempos de crisis moral, el papa León XIV podría llenar ese vacío. Aunque su rostro no aparezca en la boleta electoral, su estilo de liderazgo será el referente contra el cual se compararán los otros 43 candidatos a la presidencia del 2026.
No sería la primera vez que una figura pública altera la dinámica política sin llegar a Palacio. El constitucionalista Enrique Ghersi menciona “la paradoja del gran reformador” al referirse a Mario Vargas Llosa y Víctor Raúl Haya de la Torre. Dos reformadores que, sin gobernar, marcaron la agenda política.
¿Y qué mayor agenda que la del máximo líder de la Iglesia católica, el partido de masas más antiguo del mundo (Freud hablaba de las “masas artificiales”: la Iglesia y el Ejército)? Una institución sólida en un país con instituciones frágiles. Una entidad milenaria con la astucia política necesaria para superar la polarización actual y albergar facciones (órdenes) y líderes (cardenales) que van desde la izquierda hasta la derecha.
Perú ya cuenta con una tradición política eclesial que incluye a figuras como Bartolomé Herrera y Francisco Xavier de Luna Pizarro, sacerdotes que presidieron sus respectivos congresos constituyentes. Y ni que decir de la influencia de los cardenales en la política peruana reciente. Solo imaginen ese rol elevado a la figura de un papa.
Frente a la frivolidad de Palacio, un agustino con votos de pobreza. Frente a la migración masiva, un peruano por elección. Frente a los egos de un país dividido, alguien conciliador y desinteresado. Frente a la indiferencia de los políticos, un papa compasivo que sabe alzar la voz cuando es necesario. Sin duda, arrasaría en las encuestas.
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