Lunes. Cuatro de la mañana. Las avenidas Javier Prado, La Marina y Faucett se pueden atravesar con bastante e inusitada fluidez. Viendo pasar la ciudad por las ventanillas del taxi —no diré el nombre del aplicativo porque no aceptaron el canje—, uno se pregunta cuanto más soportable sería nuestra existencia si las pistas estuvieran siempre así: despobladas, holgadas, como lenguas de cemento semivacías. Incluso la avenida Morales Duárez, la nueva vía que lleva al nuevo aeropuerto Jorge Chávez, lucía casi despoblada. Así llegué al tercer nivel del flamante coloso a tiempo y listo para mi vuelo de las seis y media a Trujillo. Hice bien en optar por un viaje tempranero y evitar el agobiante tráfico. Gracias a ello, pasé los controles sin ningún problema y hasta tuve tiempo de dar un vistazo a las instalaciones del aeropuerto. Y aunque recuerdo con cariño y nostalgia al antiguo Jorge Chávez, quedé impresionado con las instalaciones, la tecnología de punta y la dimensión del nuevo.
A las seis y quince de la mañana ya me encontraba en mi lugar —asiento 20A, ventana, justo detrás del ala izquierda—, tranquilo y esperando el despegue. De súbito, a través de los parlantes, se escuchó la voz metálica del capitán anunciando, señoras y señores pasajeros, que, por un contratiempo operativo, el vuelo se iniciará veinte minutos después de lo programado. “Bueno”, pensé, “aprovecharé para ver las noticias un rato”. Estuve, pues, bastante rato concentrado en la pantalla del celular, cuando, de repente, con el rabillo del ojo, vi una figura en movimiento que me llamó la atención. Moví la cabeza y vi que era un hombre de baja estatura, algo regordete, cabeza cuadrada y pelo casi del todo cano. Había venido de la zona de las primeras filas y acababa de pasar con evidente apuro. No podía estar seguro del todo, pero el golpe de vista me sembró la duda: “¿Ese no era César Acuña?”, me pregunté. Giré la cabeza sin disimulo y logré ver que su figura se perdía en el interior del baño ubicado en la parte de atrás del avión. Yo, en tanto, me llené de cuestionamientos: ¿no era que Acuña estaba fuera del país?, ¿por qué no utilizó el servicio que estaba más cerca de su asiento?, ¿parece o en la televisión no se le veía tan bajito?
Pasaron diez minutos, pero fue como si hubieran pasado diez horas. Saber si aquel hombre apurado, posible víctima de una próstata traicionera, era o no Acuña, me sumió en un estado de ansiedad tal que mi pierna derecha empezó a moverse por cuenta propia. De pronto, la espera y la incertidumbre terminaron. La persona que salió del baño era, sin lugar a dudas, el líder de Alianza Para el Progreso y, en sus ratos libres, gobernador regional de La Libertad. Lo vi enrumbar hacia su asiento y, cuando pasó junto a mi fila, no pude reprimir la necesidad de hacer público y notorio mi supuesto gran descubrimiento: “¡César Acuña!” dije en voz alta. El también padre de Richard, suegro de Brunella y socio de Dina detuvo sus pasos y quedó petrificado. Por un instante, parecía haberse convertido en una estatua, una muy parecida a la que alguna vez mandó a colocar en la universidad “César Vallejo” (eso no se le hace a un poeta). Luego y, en una actitud que no me hubiera esperado, Acuña volteó y lanzó su mirada hacia mí, o al menos eso pensé. Después, forzó una sonrisa y, con la mano alzada, envió saludos al aire. Seguro estaría esperando que el hombre que lo llamó se manifieste de alguna manera, aunque sea para no dejarlo así, en offside, sonriéndole ridículamente a la nada. Cuesta decirlo —ya vi que mi terapista se va a divertir horas con esto—, pero, de forma incomprensible, sentí algo muy semejante a la pena al verlo en semejante trance. Y así como nunca me hubiera imaginado encontrarlo en este vuelo, muchísimo menos hubiera esperado —y querido— demostrar por él algún sentimiento distinto a la fuerte reprobación por su ya extensa y altamente controversial carrera política.
Entonces atiné a ponerme de pie. Acuña, aliviado, concentró su atención en mí y, tras ello, se dispuso a retornar a su asiento. Pero no pudo. Andaba yo tan ensimismado en mis dilemas personales que no advertí que varias personas también se habían levantado. Y, para infortunio de Acuña, todos eran trujillanos. Podía verse que, por el semblante y la tensión en sus rostros, no estaban precisamente dispuestos a llenarlo de elogios. Y así, sin pérdida de tiempo, pasaron a demostrarlo. No puedo reproducir aquí las frases que le llovieron al hombre de la plata como cancha —escribo esto en horario de protección al menor—, pero, para que se hagan una idea, puedo resumirlo en la forma más pasteurizada posible: “Escuche, persona de cuestionable trayectoria, lo conminamos a que haga una pausa a su curiosidad universal y se abstenga de seguir recorriendo el mundo, por lo menos hasta que en La Libertad sus sufridos habitantes empiecen a sentir que, contra todo pronóstico, nuestro gobernador, o sea usted, gobierna. Advertido está, hombre de rostro pétreo”.
Se generó entonces un momento de suma tensión. El guardaespaldas de Acuña, alto y de proporciones hercúleas, se materializó y se colocó delante de él, como dispuesto a recibir una bala. Pero la pólvora de los agravios seguía estallando y sus esquirlas llegaban, todas sin excepción, al hombre que, alguna vez cuestionado por sus viajes en el contexto de la inseguridad en su región, sentenció: “es normal que visite lugares donde pueda estar tranquilo”. Ante ello, el defensor de Acuña amagó con ir donde cada uno de los que, por puro capricho, se las habían agarrado con su jefe. Y justo entonces, cuando las aeromozas quisieron intervenir, la voz del capitán se volvió a escuchar por los parlantes. “Señoras y señores pasajeros”, empezó a decir y luego hubo un desperfecto y se le dejó de escuchar. Acuña aprovechó ese espacio y, tratando de dirigirse a todos sus detractores y amparado en su seguridad, lanzó: “Por fin, vamos a despegar. Así que ahora siéntense y dejen de decir tonterías. Y para que sepan, voy a seguir viajando porque yo también tengo derecho a descansar”. Entonces, antes de que los trujillanos pudieran reaccionar, el capitán retomó su anuncio: “Lamentablemente, debemos esperar una media hora más. Esperamos su comprensión”.
Al final, el avión despegó y llegamos a Trujillo sin nuevos contratiempos. Se preguntarán qué pasó después del anuncio del capitán. Paciencia. Estoy ordenando el material para escribir una pequeña pero suculenta crónica al respecto. Les puedo adelantar, eso sí, que ha sido un vuelo que ni Acuña, ni ese grupo de trujillanos, ni yo olvidaremos.
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