La nueva especie en peligro de extinción no vive en los bosques ni en los ríos. Habita las ciudades, las instituciones y las calles. Se alimenta de los vínculos entre las personas. La democracia peligra en varios rincones del mundo. El nuestro no es la exepción. Una de sus amenazas más letales se ha vuelto endémica en esta tierra.
Las amenazas son varias y son feroces.
La polarización se ha vuelto cotidiana. Un terreno movedizo donde la derecha y la izquierda han perdido forma. Sus bordes se diluyen en frases vacías que solo repiten consignas de rechazo. En sus extremos más agudos, ambas terminan por tocarse. El miedo a uno empuja hacia el otro, y el rechazo a ambos deja a muchos atrapados en un centro que no se toma en serio.
El populismo transforma el descontento en espectáculo de un one-man show. Promete resolverlo todo sin explicar nada. Personaliza el poder. Banaliza lo público. Usa la rabia como herramienta y el presente como único horizonte. Como un diablo al que se le vende el alma a cambio de tres deseos.
A la corrupción se le perdona el pecado. Ocurre en lo público, en lo privado y en lo civil. Se ha vuelto un engranaje necesario para hacer la vida más llevadera. El escándalo arrasa, pero suele durar apenas un par de días en redes sociales. La costumbre ha anestesiado la indignación. Y sin indignación, se deshilacha la idea de lo justo, lo común, lo compartido.
Las mafias ilegales ya no se esconden en la sombra. Se exhiben con fuerza, se heredan como negocio familiar y se infiltran en todos los espacios donde se toman decisiones. Su amenaza no es solo su violencia, sino su capacidad de capturar voluntades, comprar silencios, mover hilos. Y desde el corazón del poder político se bombardea al país con leyes que parecen escritas para esquivar, blindar, confundir.
La amenaza más letal no es la que más resuena. Según el profesor Josiah Ober, de la Universidad de Stanford, las democracias pueden soportar este tipo de golpes visibles, si las sostiene una base cívica. No esa que se proclama en discursos o la que solo lee noticias en época electoral, sino la que se vive en los gestos cotidianos de respeto, responsabilidad y compromiso con lo común.
El civismo no es cortesía. Es pertenencia. Cuando se pierde, la democracia no cae de golpe, pero se descompone desde adentro. Y en ese proceso, gestos que parecen menores, como subirse el sueldo en medio del descrédito, ya no son errores aislados. Son señales. Huellas visibles de una fractura invisible.