Un experimento indeseable Jaime Bedoya

Se ha convertido en un curioso adorno y celebrada virtud exhibir un comportamiento público detestable. La opinión pública no solo le presta considerable atención a este tipo de conducta, sino que, además, lo premia generosamente. Ser un indeseable se ha vuelto una carrera y una fuente de entretenimiento.

Dicha situación invita a realizar un experimento social. A saber, reunir en un espacio confinado y controlado a cinco representantes de esta destacada disonancia social. Su propósito sería determinar con mayor exactitud las rutas del narcisismo y la ausencia de empatía a través de la lucha de egos que el confinamiento supondría. Ya con los resultados en la mano, se podría hackear la estructura de lo tóxico: revelar cómo opera el don de irritar sin esfuerzo.

Los requisitos para ser considerado apto para este experimento serían específicos. Por ejemplo, demostrar baja empatía, tendencia al conflicto y grosera incapacidad para ponerse en el lugar de otros, actitudes entrelazadas en el discurrir cotidiano. Durante la prueba, no tendrían acceso a Internet ni redes sociales, quedando sometidos a una supervisión clínica estricta de carácter privado y con exclusivos objetivos clínicos, nunca mediáticos.

Una lista preliminar de estos émulos de Daniel Alcides Carrión podría ser los siguientes: la presidenta Dina Boluarte, el expresidente Martín Vizcarra, el alcalde de Miraflores, Carlos Canales, y el señor Bruno Agostini, famoso de oficio indeterminado.

Podría resultar redundante detallar las calificaciones del cuarteto mencionado anteriormente para este evento, aunque, en atención al rigor metodológico, es necesario un breve resumen de sus méritos.

Dina Boluarte: Faltan palabras para describir la inagotable capacidad de generar animadversión de una persona a la que se le paga S/1,185 al día por acumular incompetencias irritantes. Confundió un golpe de suerte, que su jefe de plancha fuera un analfabeto disfuncional, con mérito propio, embarcándose en una vertiginosa caída en un egoísmo ciego a su ineludible destino penal. Lo suyo es una obra sostenida de inteligencia emocional inversa.

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Martín Vizcarra: Demuestra un conveniente desinterés por la realidad al continuar simulando una campaña electoral legalmente inviable. Este enajenamiento intencional —conchudez, dirían en la vía pública— ignora denuncias e inhabilitaciones en su contra, así como la idiotez moral de haberse vacunado a escondidas. Dicho blindaje anómico lo consolida como beneficiario de la opinión pública en virtud de lo que será su legado de vida: haber cerrado el Congreso. Ese acto viene a ser la versión nuclear del roba, pero hace obra, traducción política de lo que sucede cuando una rata se come una cucaracha (la gente apoya a la rata).

Carlos Canales: Persevera exponencialmente en evidenciar desinterés hacia el sentimiento de sus vecinos, subjetividad crucial para quienes pretenden incursionar en la función pública más allá del cortísimo plazo. Esta desafección autoinducida la logra a través de la imposición de un flujo continuo de obras públicas no esenciales que colisionan con las necesidades reales de aquellos a quienes debería servir. Su respuesta natural al malestar consecuente es apabullarlos con más cemento, más desvíos, más propuestas innecesarias, que de alguna extraña manera le hacen sentir que la animosidad que genera demuestra que tiene la razón.

Bruno Agostini: Si bien su profesión se desenvuelve dentro de esa zona gris en la que hoy operan los influencers —¿es canje, es mermelada, es mecenazgo marca chancho?— ha oficializado una repudiable manera de lograr renta: revelando secretos de las mujeres, hoy madres, que tuvieron la mala idea de relacionarse íntimamente con él. En virtud de esta moral ambulatoria, echa por tierra todo código honorable, el buen tino que la discreción obliga y la simple cortesía social hacia la privacidad ajena. Traicionar la confianza de quienes tuvo cerca prueba ser una puñalada gananciosa. Para decirlo en su didáctica manera: detonar y contar es negocio.

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De observarse el rigor necesario que este ejercicio supondría, este estudio podría contribuir a proporcionar conclusiones valiosas al servicio de la sociedad. Hay por lo menos dos aportes cruciales que, si bien serían excluyentes, resultan igualmente interesantes.

Primera opción, los resultados establecerían la fórmula para dejar de premiar la psicopatía y seguir presentándola como talento social.

Segunda, si por el contrario quedara demostrado el triunfo irremediable de lo execrable, las conclusiones podrían determinar cómo hacer accesible el ser un odioso exitoso a la gran mayoría de peruanos, facilitando el acceso a una versión salvaje del reconocimiento. Actualmente, es solo un privilegio de aquellos cuya ausencia mejora cualquier ambiente, don natural que no todos poseen. No es propio de un país que se reclama democrátic.

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