Un celular
Eso fue lo que desató la última golpiza que Samantha recibió de su expareja, el suboficial de tercera José Miguel Gil Canchos.
“Estuvimos cotizando en varias tiendas de telefonía, pero se encaprichó con un teléfono muy caro que yo no podía comprarle. Desde ese momento su actitud cambió. Se puso molesto y estuvo así todo el camino. Al llegar a mi casa, me asfixió con la almohada y, por eso, tengo esta cicatriz en la oreja. Paró porque comencé a sangrar bastante. Me hizo lavarme la cara. Me echó en la cama. Yo solo lloraba”, nos dice.
Y esta no era la primera vez
Para ese momento, Gil ya contaba con una denuncia por agresión puesta por la propia Samantha en la comisaría de Cañete. Tal como ella cuenta a Perú21, logró convencerla de que iba a cambiar, dando espacio a más golpes, humillaciones y amenazas de muerte. Al día de hoy, él sigue libre y armado.
“Tengo miedo, mucho miedo por mi vida y mi integridad, porque él es un efectivo policial y porta arma. Yo trato de no salir sola, pero no puedo pasar toda mi vida escondida. Necesito ayuda. ¿Por qué yo, siendo la víctima, tengo que esconderme? Yo también quiero sanar, ir a mis terapias psicológicas, pero no puedo, tengo temor de cruzármelo o que me haga daño”, recuerda con la voz quebrada.
Samantha no duerme bien
desde hace casi un año, cuando se dio la primera agresión en octubre de 2024. Cada vez que intenta averiguar cuál es el estado de las dos denuncias que ha interpuesto contra Gil por agresión física y psicológica, siempre se queda sin una respuesta clara. Y, pese a las pruebas de violencia presentadas por ella misma, él sigue trabajando en la institución policial.
“A veces los efectivos se burlan
Me han dicho cosas como: ‘Vas a volver con él; por gusto siempre haces escándalo’. Y eso no está bien. Pero ya no aguanto, porque si no lo denunciaba, quizás hoy no estaría acá contando mi historia. Ya me había intentado asfixiar. Ya no podía soportar más. Sentía que eso era lo último que me podía pasar”, cuenta. Cuando este diario intentó comunicarse con el efectivo policial, este no contestó.
Fiorella Aguilar
nutricionista y madre de dos niños, enfrenta formas ‘menos visibles’ de agresión: la violencia judicial y económica. “Mi expareja (a quien ella prefiere no nombrar para evitar represalias legales) me ha denunciado 155 veces. Ha denunciado a mi familia, a las psicólogas de mis hijos, incluso al hospital que los atiende. Usa el sistema penal como un arma para violentarme psicológica y económicamente”, aseveró a Perú21.
Cada nueva denuncia se registra como un caso independiente
Cambia las fechas, el motivo. Nadie conecta la información. “Él no paga (pensión de alimentos) desde hace cinco años. La deuda es altísima, está judicializada, hay un proceso, hay una orden. El sistema lo permite”.
Fiorella lo explica con una claridad devastadora
“Esto es una forma de feminicidio sistemático. Violencia psicológica, económica, legal. Un desgaste que no se ve en la piel, pero te carcome el alma”. Su testimonio revela las grietas profundas del sistema: hay medidas de protección que no se hacen respetar, procesos que se archivan sin análisis, niños expuestos y una institucionalidad que parece más dispuesta a dudar de las víctimas que de los agresores.
Sus historias no son casos aislados
En el Perú, de acuerdo con los resultados de la Encuesta Nacional sobre Relaciones Sociales (Enares) 2024, elaborada por el INEI, 7 de cada 10 mujeres de 15 años o más han sido víctimas de algún tipo de violencia por parte de sus parejas o exparejas. El 41.1% ha sufrido violencia física y el 68.7% violencia psicológica o verbal. El dato es contundente: la violencia nos rodea todos los días.
Más aún
el 75.7% de personas adultas en el país —hombres y mujeres— justifica o tolera la violencia contra la mujer. Y lo más alarmante: más de la mitad de los hombres mayores de edad (56.5%) considera aceptable la violación sexual en ciertas circunstancias, como si existiera una razón válida para atentar contra la integridad de alguien. Las justificaciones varían: desde cómo se viste la víctima hasta si estaba ebria o sola de noche.
Las historias de Samantha y Fiorella no solo reflejan esa normalización
sino también el peso del sistema. Y, pese a todo, ambas decidieron continuar con sus denuncias. “Estoy viva, estoy aquí, de pie, gracias a que tengo una familia que me sostiene emocional y económicamente. Pero ¿y las mujeres que no tienen a nadie?, ¿quién las defiende?”, señala Fiorella a este diario.
Por su lado
Samantha también resiste. “No pienso retirar la denuncia ni ampliarla. Quiero que este proceso continúe, porque esto me podría haber costado la vida. Y si ya reuní el valor para denunciar, no voy a retroceder. Les pido a las autoridades que me ayuden. No quiero ser una víctima más de feminicidio”, suplica.
Ambas lo hacen por ellas, por sus hijos
y por las que vendrán después. Lo hacen para que alguien escuche y para que alguien entienda que la violencia no solo se mide en golpes.
VIDEO RECOMENDADO