Cada mañana, millones de personas se visten no solo para protegerse del clima o cumplir normas sociales, sino para crear una imagen de sí mismas que será consumida por otros. Esta transformación de la vestimenta en espectáculo fue anticipada brillantemente por dos filósofos franceses que cambiaron para siempre nuestra comprensión de la realidad contemporánea. En 1967, Guy Debord publicó «La sociedad del espectáculo», un texto profético que diagnosticó la enfermedad de nuestro tiempo: «Toda la vida de las sociedades en las que reinan las condiciones modernas de producción se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos».
Para Debord, el espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre personas mediatizada por imágenes. La moda encaja perfectamente en esta logica: ya no vestimos prendas, consumimos identidades prefabricadas que nos prometen ser quienes aspiramos a ser. En el ámbito de la moda, esto significa que el valor de una prenda no reside en su utilidad o belleza intrínseca, sino en la imagen que proyecta, en el status que confiere, en la narrativa que cuenta sobre quien la porta. Debord identificó que, en la sociedad del espectáculo, «el espectáculo no es un complemento del mundo real, un añadido decorativo.
Es el corazón del irrealismo de la sociedad real». La industria de la moda ilustra perfectamente este fenómeno: las personas ya no compran ropa, compran sueños, aspiraciones, pertenencias a grupos sociales imaginarios. Las marcas de lujo venden exclusividad más que productos. Las firmas de moda rápida comercializan la democratización del estilo y los influencers transforman cada outfit en un mini espectáculo que genera likes, comentarios y, en última instancia, valor económico. Jean Baudrillard profundizó estas ideas desarrollando su teoría de la simulación y el simulacro. En «Simulacros y simulación» (1981), argumentó que hemos entrado en una era donde las copias han perdido toda relación con un original auténtico.
En la moda, esto se manifiesta cuando las tendencias se reproducen infinitamente sin referencia a una necesidad real. Un estilo «vintage» de los años 80 que se populariza en 2025 no busca recuperar la esencia de esa década, sino crear la simulación de una nostalgia que quizás nunca existió. «El territorio ya no precede al mapa», escribió Baudrillard.
En términos de moda: la imagen del estilo precede al estilo mismo. Las personas no desarrollan un gusto personal que luego expresan a través de la ropa; consumen imágenes de estilos que luego intentan reproducir en sus cuerpos.
En la sociedad del espectáculo diagnosticada por Debord, todos nos convertimos en actores involuntarios de una representación continua. Las redes sociales han intensificado exponencialmente este fenómeno: cada selfie, cada outfit post, cada story de Instagram forma parte de una performance constante de la identidad. La moda se convierte así en el vestuario de esta obra teatral sin fin donde todos somos protagonistas de nuestro propio show.
El problema, señalaba Debord, es que el espectador «cuanto más contempla, menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad, menos comprende su propia existencia y su propio deseo». Debord y Baudrillard nos legaron herramientas conceptuales para entender como la moda contemporánea funciona como un espejo deformante de la realidad. Gracias por leerme