Mientras Ucrania lanza campanas con imágenes seductoras para reclutar voluntarios extranjeros en América Latina, miles se alistan creyendo en una aventura épica. Lo que encuentran es abandono, silencio y una guerra que no perdona a quien lucha por una causa ajena.
La guerra no otorga medallas. Otorga tumbas. Hoy, mientras se despliega en redes una campaña de reclutamiento que ofrece más de $3,000 mensuales a extranjeros para combatr en Ucrania, debemos gritar – desde la ética, desde el periodismo, desde el dolor- que la guerra no es una oportunidad, es un abismo. Y quien se alista no encuentra gloria, sino luto.
Con imágenes seductoras y promesas de ciudadanía, el Ministerio de Defensa de Ucrania ha extendido su propaganda hacia América Latina. En México, incluso chicas bellas con sombreros de charro invitan a enrolarse, disfrazando la muerte con sonrisas. Pero detrás del uniforme hay una trampa, y detrás del contrato, una sentencia.
La fantasía del héroe digital…
Muchos jóvenes -víctimas de la estética bélica de TikTok y los videojuegos- creen que la guerra es un campo épico donde la valentía los hará invencibles. Pero no hay vidas extras. No hay reinicio. Hay sangre. Hay desapariciones. Hay cuerpos sin nombre.
Los mercenarios no tienen protección jurídica. Son etiquetados como terroristas si caen prisioneros. Y si mueren, sus familias deben rogar por una notificación, por un ataúd, por una explicación. Los muertos no serán héroes de nada. Serán olvido. Serán silencio.
Y lo más brutal: no van a la retaguardia, sino al frente. Son enviados directamente a las líneas más peligrosas, expuestos como fusibles humanos. Algunos testimonios denuncian que deben sobornar a comandantes para no ser lanzados al frente. El valor humano se mide en minutos de vida.
Como dijo Henry Kissinger: “La historia no conoce lugares de descanso.” Y en Ucrania, la historia se cava con palas y se cubre con tierra.
El mercenario español Joan Estévez, protagonista del documental Mercenario, denunció corrupción, abandono y falta de pago. “Aunque aumente el gasto, los soldados seguirán cobrando 1.000 euros”, afirmó. Relató que tuvo que comprar sus propias balas y que la ropa militar enviada por donaciones terminaba vendida en mercadillos de Kiev.
Desde Colombia, excombatientes han denunciado que solo les pagaron seis de los diez meses que estuvieron en batalla. Otros relatan que sus compañeros muertos no fueron repatriados, y que la xenofobia y los tratos inhumanos eran parte del día a día. “Me tratan como a un perro y tengo una esquirla en el brazo por defender a tu país de mierda”, gritó uno de ellos en un video viral.
Estas voces no son aisladas. Son el eco de una verdad que se quiere silenciar: la guerra no paga lo que promete, y la muerte no indemniza.
Esta no es tu guerra. Es el duelo de otros.
Latinoamérica no tiene bandera en este conflicto. No tiene causa. No tiene deber. Esta guerra es un pulso entre gigantes, donde la OTAN y Rusia se desgarran a través de cuerpos ucranianos, mientras Zelenski proclama que lucharán «hasta el último hombre». ¿Y los voluntarios? Son piezas. Son prescindibles. Son sacrificables.
Ucrania arrastra jóvenes de las discotecas, de los mercados, de las misas. Los reclutan por la fuerza. La gente lo sabe, resiste, incendia buses, bloquea calles. Porque ser reclutado es morir sin gloria. Entrenamiento de una semana. Luego, al frente. Sin retorno. Sin nombre.
La guerra no es una película. No hay guion que garantice victoria. Como advirtió Donald Trump en una crítica feroz a Zelenski: “No empiezas una guerra contra alguien que es 20 veces más grande que tú y luego esperas que la gente te dé algunos misiles.”
La frase sacudió al círculo diplomático. No solo denuncia la desproporción brutal del conflicto, sino que revela una verdad incómoda: Ucrania no recluta por estrategia, recluta por desesperación. Y si hasta los líderes mundiales cuestionan la lógica de esta guerra, ¿por qué deberían los jóvenes latinoamericanos arriesgar su vida por ella?
Recientemente, Rusia bombardeó centros de reclutamiento en Ucrania. ¿El resultado? Celebración. La gente no festejaba la violencia, sino el derribo de una fábrica de muerte. Celebraban que sus hijos no serían arrastrados a una guerra que no eligieron.
Quien muere lejos de su patria por órdenes extranjeras, muere sin causa que lo honre. Y al final, todo lo que recibe es un entierro sin aplausos.
Como escribió Albert Camus: “La paz es el único combate digno del hombre.” Que nadie en América Latina crea que puede salvarse jugando a la guerra de otros. Porque en los campos ajenos, la sangre propia no tiene bandera, ni vuelve con gloria.
La dignidad no se alquila, la vida no se negocia, la muerte no paga indemnización. La patria no se compra, el honor no tiene tarifa, y quien busca paz con el fusil, solo halla el silencio que habita en los cementerios.
(*) Premio Mundial de Periodismo “Visión Honesta 2023”