La demagogia es el cáncer de la democracia. Esto lo entendieron tempranamente los atenienses cuando en el siglo V a. C. vieron derrumbarse su Estado por obra de quienes engañaban a las masas. El demos, para gobernar con justicia y eficacia, necesitaba de estadistas y después de la muerte de Pericles los demagogos florecieron en Atenas. La Guerra del Peloponeso, que se prolongó veintisiete años, terminó por destruir a ambos enemigos, Esparta y Atenas, y ese vacío de poder permitiría luego que Grecia entera fuera tomada por los macedonios.
En los Estados modernos la demagogia puede ser de cualquier orientación política. Además, sus promesas delirantes pueden llevar a la miseria a una nación y, sin embargo, enriquecer a sus caudillos y al círculo de sus seguidores, o sea, sus clientes (en un sentido político y no comercial). El clientelismo supone un compromiso con el clan y con el caudillo, pero un absoluto desprecio por la república y por el bien común. Esta fue la cultura política del siglo XIX peruano y deberíamos preguntarnos si no hemos retornado a ese mundo más cercano al clan que al Estado moderno. Lo cierto es que la mayoría de los peruanos no se siente representada por el poder y es posible que su sentido de nación no sea muy sólido. Después de 15,000 desaparecidos durante el conflicto armado interno, es notorio que ese tema y otros parecidos importan mucho menos que un partido de fútbol de la Selección.
A esto debe sumarse el patrimonialismo, o sea, la apropiación cleptomaníaca de los bienes públicos. Ver el Estado como botín es una forma perversa de sentido común que la educación pública y privada jamás ha logrado desterrar de la sociedad civil. Vargas Llosa cuenta en El pez en el agua cómo un encuestado admiraba a Alberto Fujimori por evadir impuestos: “¡Es un gran pendejo!”, exclamaba con infantil admiración. Demagogia, clientelismo, caudillismo, patrimonialismo… Todo parece indicar que en el Perú sigue ausente el sentido de nación. Y por ello el crimen organizado encuentra que los peruanos somos presas fáciles y desprotegidas. En el siglo XVII, cuando los japoneses maldecían a alguien solían decir: “Te deseo que vivas tiempos interesantes”. Es posible que las próximas elecciones hagan del Perú un país dramáticamente interesante.
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