El apagón que afectó la península ibérica generó incertidumbre y malestar debido a lo inédito del hecho en países como España y Portugal. Al respecto, Claudia Paredes Guinand, una peruana radicada en España, nos comparte su experiencia frente a este hecho singular que sorprendió a millones de ciudadanos:
“Cuando entreabro los ojos, mi jefa sigue offline. Me alegro, puedo hacer un ratito más de siesta, pasar el jetlag (ayer llegué de Perú). Por fin me activo con la alarma a pesar del “snooze” que he puesto cada 10 minutos. Son la 1pm, dice mi teléfono.
Voy al baño. No prende la luz. Voy a la cocina. No prende la luz. Debe ser un breaker. Seguro mi pareja usó el enchufe prohibido. Reviso, pero todo está en orden.
Salgo al balcón. Veo que en la cafetería no hay luz, solo algunos clientes sentados en las mesas de afuera. Los semáforos están apagados. Algo le pasa a mi WhatsApp; no llegaron los mensajes que envié hace un rato. Reinicio mi celular mientras maldigo a mi incompetente compañía telefónica. Llamo a mi pareja. Responde su voz entrecortada, cuelga. Me llama, no puedo contestar. Llamo, por fin lo escucho y dice que está caminando de su trabajo a casa: “no hay transporte, se fue la electricidad en Barcelona, en España, en Portugal, dicen que Alemania. Hay rumores de un ciberataque ruso. No salgas de la casa, llego en 3 horas”. Pregunto: ¿qué? Le pregunto si debo comprar agua, comida. Dice que no mientras me doy cuenta que el aire huele a covid. El cielo está despejado, pero no tan azul. Pregunto si estamos en guerra. Dice que no sabe. Pregunto si—pero se corta.
Llamo a Lima pensando que saldrá caro. Le aviso a mi familia que hay apagón pero que estoy a salvo y que quizás verán algo en las noticias pero que no se preocupen. Me dicen, tranquilos, que me cuide y que gracias por avisar.
No le hago caso a mi pareja. Mi mejor opción es ir a trotar. Si esto es algo como el covid, me arrepentiré de no haber aprovechado el último día.
Salgo, observo. Una avenida a dos cuadras está llena de gente que camina del trabajo a casa. Nunca la he visto así, ni en la maratón. Algunos policías dirigen el tráfico. Hay comensales riéndose en las terrazas de los bares, aunque dentro, todo está sin luz. Veo a varias personas cargando six packs de agua y papel higiénico. Pienso en la escasez en Venezuela, en cuando iba a visitar a mi familia con media maleta llena de papel higiénico. Recuerdo el relato que escribí hace poco comparando los apagones de los 90 en Perú con los apagones actuales en Venezuela.
Pero es la primera vez que se va la luz en Barcelona por más de una hora en los 14 años que llevo viviendo aquí. Los cajeros automáticos no funcionan. Agradezco el efectivo que tengo guardado en un lugar que no recuerdo. Ojeo mi teléfono: ahora se ha puesto, solo, en modo emergencia. Llego al mar, al infinito. La gente toma el sol en la playa, la gente pasea a sus perros. Nadie trota. Pienso en qué es lo peor que podría pasar.
Lo peor es lo más simple: lo de siempre. Las tiendas comienzan a cerrar y a pegar carteles escritos a mano en la puerta: “no hay efectivo en las cajas”. Hay filas en las pocas fruterías aún abiertas con clientes buscando tomates y papas por si mañana no hay mañana. Los buses van cada vez más explotados de gente, los taxis dejan de existir. Pienso en los hospitales.
Mientras subo las escaleras prohibidas de mi edificio (hace días están en reparación y solo nos dejan usar el ascensor) me doy cuenta que después de haber trotado largo sin WhatsApps, sin calcular qué correo de trabajo responder primero y sin pensar en Instagram, soy feliz. Sí: soy feliz. Pero también tomo consciencia de que, aquí en Europa, tres horitas sin luz no son como en Latinoamérica. En cualquier momento, sin saber por qué, todos nos podemos morir. Pero juntos, eso sí. Aquí (casi) todos somos iguales.
La luz de mi baño se prende una hora y media después. En los próximos días, escucharé a Sánchez, me enteraré sobre los accidentes, las imprudencias y los actos de civismo sin luz. E ingresaré a una nueva siesta concluyendo que un apagón en Europa es mucho peor que en Latinoamérica. Pero, ¿por qué?”
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