Constanza Hube
El debate sobre el impuesto territorial en Chile -conocido comunmente como “contribuciones”- ha adquirido una visibilidad ineludible. En teoria, este tributo busca gravar la propiedad raíz con fines redistributivos y de financiamiento municipal. En la práctica, sin embargo, opera, como un arriendo permanente al Estado por el derecho a vivir en tu propia casa.
Según cifras de la consultora Colliers, entre 2016 y 2024 la recaudación por este concepto aumentó un 65,8% en términos reales, alcanzando los 1,3 billones de pesos. Este incremento responde, principalmente, a los efectos de los reavalúos fiscales periódicos y al alza sostenida del valor del suelo urbano, más que a mejoras reales en los servicios municipales o a aumentos equivalentes en la capacidad contributiva de las familias.
La principal falencia del sistema radica en su total desconexión con la capacidad real de pago del contribuyente. El impuesto no considera los ingresos, la situación económica ni la composición familiar de los propietarios. Se calcula exclusivamente sobre el avalúo fiscal del inmueble, definido por el Servicio de Impuestos Internos (SII) bajo criterios que no son públicos, auditables ni fácilmente comprensibles. En un contexto de valorización inmobiliaria acelerada, esto ha llevado a que muchas familias enfrenten una carga tributaria desproporcionada, solo por haber permanecido en sus hogares.
El diseño actual, además, carece de mecanismos de contención. No existe un techo que limite el crecimiento del cobro entre reavalúos, ni un resguardo institucional que garantice cierta proporcionalidad con la evolución de los ingresos familiares o de la economía. El resultado es un tributo que puede escalar sin freno, tanto por razones externas al contribuyente como por decisiones administrativas poco transparentes.
A esto se suma un problema institucional relevante: la concentración de funciones en el SII, que valora, administra, fiscaliza y recauda. Esto erosiona la confianza pública y distorsiona los incentivos del sistema tributario, al convertir al evaluador en beneficiario directo de sus propias estimaciones.
Por otra parte, presentar las contribuciones como un “aporte” al financiamiento local es, en ese contexto, una fórmula retórica que encubre una estructura fiscal regresiva. El financiamiento municipal puede, como en muchos países, tener otra fuente de ingreso. Esto último especialmente teniendo en cuenta, que la afectación de los tributos (que estos no estén destinados a un objetivo específico) es algo no querido en nuestro regimen constitucional (art. 19 nº20).
El debate sobre las contribuciones no puede reducirse a una discusión técnica o recaudatoria. Es, en esencia, una cuestión de justicia tributaria. Mientras persista el diseño actual, el impuesto territorial seguirá siendo percibido —y con razón— como una exacción injusta: no basada en lo que las personas ganan, sino en lo que simplemente poseen.