De trampolín en trampolín

“Tengo un buen trabajo. Me gusta, aprendo, me pagan decentemente y hay buen ambiente… pero estoy en dos procesos más. Uno para una fundación grande y otro en una corporación ligada al rubro de la energía”. Hace una pausa. “Siento que si no sigo buscando, me estanco”.

Crecer con hijos y mascotas a la vez añadirá a que el niño desarrolle sus habilidades emocionales.

Mariana tiene 25 años, una formación profesional sólida, habla tres idiomas, trabaja en una organización prestigiosa, tiene amigos y curiosidad intelectual. Y, sin embargo, siente que no está haciendo suficiente. Que algo se le escapa.

No es que le falte actividad, fuera de una vida social razonable. Su semana incluye jornadas largas, cursos online, actualizaciones de CV, entrevistas, simulaciones de casos, incluso una aplicación pendiente que “quizá no mande porque no tengo tiempo”. Pero lo que la inquieta no es lo que hace: es esa suerte de urgencia interior que la impulsa a buscar algo más, la convicción de que podría estar en un mejor lugar.

El problema no es solo logístico. No es la app del calendario, ni los correos de seguimiento de procesos laborales. Es algo más profundo: una voz que susurra que si se detiene, se queda atrás. Que si no está en transición, está fracasando.

En otras palabras, lo que hoy muchos llaman “hustle”. No me refiero al que postea en redes frases como “trabaja duro, disfruta duro”, acompañadas de imágenes de agendas colapsadas o madrugadas productivas. Hablo de su versión más sigilosa: esa exigencia interna lacerante que se instala como norma. Que no se ve, pero que guía y acicatea. Que hace sentir que si uno no está en camino hacia algo nuevo, está perdiendo el tiempo. Se presenta como ambición sana, pero muchas veces es angustia disfrazada de plan de carrera.

“¿Y qué pasaría si no postularas a nada un par de meses?”. Me mira como si le hubiera propuesto lanzarse de un avión sin paracaídas. “Me sentiría… como resignada, detenida, retrasada”. Ahí está. Para ella, esa pausa equivale a poner freno de mano a un vehículo en plena viada, no, peor, poner marcha atrás. A perder. A dejar de crecer.

Pero crecer no siempre es moverse. A veces es quedarse. Habitar el presente. Dejar que algo florezca sin estar constantemente sembrando, sin perder de vista lo que ya está creciendo.

El riesgo de ese modo de concebir la vida laboral —tan propio de su generación, tan validado por plataformas de empleo y redes sociales— es que uno puede tener una vida razonablemente gratificante en orden y sentirse, sin embargo, insuficiente. Porque el modelo internalizado no es el desarrollo personal, sino la optimización continua.

Y eso agota. No porque falte energía, sino porque nunca alcanza. Porque ninguna casilla marcada basta. Porque el trabajo, incluso el bueno, deja de ser vivencia y se convierte en trampolín. Y así, uno se lanza, sin saber muy bien para qué, a otro trampolín, con la sensación de que “no estarás quieto” es el undécimo Mandamiento.

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