Durante años, su rutina como periodista giraba en torno a cifras macroeconómicas, entrevistas a expertos en finanzas públicas y reuniones de pauta. Antonia Eyzaguirre empezó su carrera en la sección Economía de El Mercurio, pasó a comunicaciones de ENAP y luego al segundo piso de La Moneda.
“Era muy entretenido, me tocaron muchos viajes con el Presidente Piñera; todo el día pasaban cosas”, recuerda. Después asumió como jefa de prensa en Corfo. Aquella carrera sólida y ascendente dio un vuelco: hoy, instalada en un taller recién arrendado, Antonia sujeta una manga pastelera sobre una torta de tres pisos. Con un giro preciso de muñeca, dibuja un pétalo de buttercream.
Antonia estudió Historia y luego un máster en Periodismo. Disfrutaba su trabajo en Corfo hasta que, en 2021, por el trabajo de su marido se mudaron a Nueva York. Aunque sabía que era una gran oportunidad familiar, el cambio fue duro.
“Mi carrera profesional era lo más importante para mí”, dice. Los primeros meses viviendo allá los pasó encerrada en el comedor de su departamento en Manhattan cumpliendo encargos freelance para Chile, hasta pasadas las 9 de la noche. “Me di cuenta de que era una idiotez, no podía pasar años así”, recuerda.
Buscando un giro, se inscribió en el máster de escritura creativa de NYU, pero la calidad del programa no la convenció. “Llevaba 10 años soñando con ese máster, pero después de la pandemia muchos profesores se fueron. Fue una desilusión total”.
Martha Stewart criolla
Su relación con las tortas empezó con un mensaje de WhatsApp. En Nueva York tenía más tiempo libre que en Chile, y lo dedicaba a cocinar cenas elaboradas para sus amigos; tanto así, que una de ellas la apodó “Martha Stewart” en honor a la gurú estadounidense de estilo de vida y cocina.
Un día, en un chat de chilenas residentes de la Gran Manzana, alguien preguntó dónde podía encontrar una torta chilena. Otra respondió que las de Harlem eran pésimas. Antonia le escribió por interno y le ofreció cocinarle una, sin pensar en venderla. “¿Cómo no te voy a pagar?”, le respondieron. “Bueno, págame 20 dólares”. La torta gustó y la compradora volvió al grupo con un aviso que marcó el inicio del negocio: “La Tuny (su apodo) hace tortas”. Los pedidos de tres leches y torta caluga se multiplicaron entre compatriotas nostálgicos. Antonia abrió un Instagram dedicado a las tortas. Como un guiño a su alias culinario, la llamó Martha’s Bakery.
Fue el algoritmo de su nuevo Instagram el que le presentó el mundo de las tortas cubiertas de flores realistas. Intrigada, rastreó cursos presenciales y terminó en el Upper East Side con una maestra coreana. El curso era para cuatro personas, pero ese día Antonia fue la única que llegó. Fueron cuatro jornadas privadas, seis flores básicas y una lección capital: “Llevo nueve años practicando; no esperes hacer esto en un año”, le dijo la maestra.
“Las pasteleras coreanas son de un perfeccionismo extremo, y siempre me repetía lo mismo: esto no se trata de talento, sino de perseverar y dedicar horas hasta que cada pétalo salga perfecto; cualquiera puede hacerlo si tiene paciencia”.
En su casa comenzó la práctica obsesiva: se surtió de boquillas, tomó capacitaciones online para ampliar repertorio y pasó un año ensayando masas densas, rellenos estables y estructuras internas que mantuvieran en pie tortas de varios pisos, todo esto entre intentos fallidos, refrigeradores abarrotados y llanto cuando algún intento se desmoronaba.
Contar historias con pétalos
Ya de vuelta en Chile, Antonia detectó una oportunidad de negocio: las tortas locales son sabrosas, pero muy pocas ofrecen bizcochos altos y húmedos capaces de sostener decoraciones complejas; la mayoría sigue anclada en la hojarasca con manjar.
Su apuesta con Delfina Floristería es combinar realismo floral con masas densas y rellenos poco convencionales -caramelo salado, mango o frambuesa-limón- para diferenciarse de la oferta clásica. Temía que el público rechazara sabores nuevos, pero los pedidos crecieron rápido: la torta aesthetic, que además tiene buen sabor, seduce sobre todo a clientes jóvenes que buscan algo visualmente impactante para redes sociales. Así, el valor agregado no es solo estético; también reeduca el paladar y prueba que hay mercado para propuestas más disruptivas.
Aunque no fue fácil dejar -otra vez- el periodismo, Eyzaguirre apostó por su pastelería para poder trabajar a su ritmo mientras cría a sus dos hijos. Su formación, sin embargo, sigue al centro del negocio. “Hoy día, hagas lo que hagas, si no comunicas bien, no existes”, afirma, y por eso pule catálogos, reels y pies de foto con la misma disciplina con la que antes editaba titulares.
Su formación de historiadora también está presente, a través de la floriografía. El “lenguaje de las flores”, se popularizó en la Europa y la Norteamérica victoriana del siglo XIX como una forma de enviar mensajes que la moral de la época impedía expresar abiertamente. Así, cada torta llega al cliente no solo como centro de mesa, sino también como un mensaje en código floral.