Los padres somos miedosos. Nuestros miedos giran alrededor del futuro de nuestros hijos. Es normal: la mayor inversión de nuestras vidas es la vida de quienes llevan nuestros genes. Digamos que, para quitar cualquier adorno, nuestros hijos son el negocio de nuestras vidas.
Muchos padres tememos que nuestros hijos se desbanden, derrapen, no la hagan. Comenzamos a actuar como si la hipótesis más verosímil fuera que el curso que siguen los chicos conduce, si no cambian las cosas de manera radical, al abismo.
Nos convertimos en señales de peligro ambulantes: miradas, palabras y gestos están permanentemente anunciando y prediciendo el precipicio. Estamos dispuestos, ¿cómo no?, a interponernos en el camino hacia la destrucción, a inmolarnos para salvar a quienes adoramos y en quienes ponemos enormes expectativas, así como deseamos grandes éxitos.
Y cuando sentimos que, no obstante nuestros esfuerzos y las largas horas de insomnio que anidan nuestras preocupaciones, el desastre sera inevitable en una década más, consultamos a los profesionales del abismo.
Lo interesante es que cuando nos preguntan en qué basamos nuestras apocalipticas predicciones, casi siempre respondemos: “en mi experiencia”. ¿Cómo así? Pues resulta que papi o mami, o ambos, recorrimos el mismo camino hacia los bordes alguna vez en el pasado y, más o menos, con el mismo estilo que quien nos quita ahora el sueño.
Claro, quien ha atisbado el precipicio o ha visto caer a algún compañero de ruta en sus profundidades, no puede evitar un cierto vértigo al ver a un ser querido rondando los bordes. Es normal. Pero la hipótesis que manejamos las mentes parentales es que lo que hemos logrado, vale decir, lo que somos ahora, ocurrió a pesar de habernos acercado al abismo.
¿Y por qué no pensar que, por lo menos en parte, ocurrió gracias a que lo hicimos?
A veces, mirar a un hijo rondar los precipicios de la vida, tomar aire, cruzar los dedos y confiar que no va a caer, y que ese hijo encuentre en nuestra mirada el valor de reprimir nuestro miedo y el optimismo básico en que van a pasar cosas buenas, aunque sepamos, obvio, que las tragedias ocurren, es uno de los legados más importantes que podemos dejar.
Los ritos de pasaje no son solamente pruebas para nuestros hijos, son pruebas para nosotros, y la demostración de que podemos congelar nuestras ganas de intervenir en aras de la fuerza de la vida. Por último, ¿qué sería de la vida sin bordes que nos obliguen a mirar abajo y, sobre todo, mirar adentro?