Fue un paréntesis. Un acto de rebeldía, un intento de buscar la identidad propia. Impulsado por eso, dejó su natal Fukuoka, en el sur de Japón, y se fue a Tokio. Era un adolescente. Se dedicó a ser el vocalista de una banda de punk. Gritó con fuerza en todos los escenarios que pudo. Pero no lograba llenar una sensación de vacío interior, la misma que lo había llevado a la capital pensando que en esa música estaba el propósito que no lograba hallar para su vida. Convencido de que ya no iba a encontrarlo allí, volvió a su ciudad. A continuar lo que había dejado inconcluso. Que no era un asunto trivial: convertirse en samurái.
Zen Takai (50) cuenta la historia, sentado en la terraza de un café en Vitacura. Bebe café frío. Acaba de terminar un taller de toda una mañana con ejecutivos y emprendedores chilenos, donde les enseñó los movimientos precisos para manejar una espada, la caligrafía japonesa y la importancia de los cinco elementos -fuego, agua, tierra, viento y cielo- que conforman el Bushido, el código de conducta no escrito de los samuráis. Lleva un par de años recorriendo el mundo, enseñando estas técnicas y artes milenarias con el objetivo, explica, de que las personas encuentren su equilibrio interno y actúen en armonía con otros, tanto en la vida personal como en el trabajo. “Lograr liderazgos más humanos”, precisa. Es la segunda vez que viene a Chile. La primera fue en 2024, cuando hizo talleres en Rapel y en Atacama para YOP (Young Presidents Organization); ahora lo trajo Rankmi, startup de manejo de recursos humanos.
Lo llaman sensei -maestro, en japonés- y es la generación 16 del linaje samurái de los Zen, que se ha mantenido a lo largo de los siglos. Su destino quedó sellado cuando apenas tenía seis o siete meses de vida. “A esa edad, los padres te ponen a gatear en el suelo frente a cinco objetos ubicados a unos metros. Depende cuál elijas, es tu ruta futura. Mi hermano mayor eligió un diccionario y hoy es doctor. Mi hermana menor eligió un juguete infantil y hoy es madre. Yo elegí la espada de mi padre samurái”, explica.
A los 3 años empezó su formación. Que consistía, básicamente, en observar a su padre. Cómo tomaba la espada, cómo escribía, cómo se sentaba en la ceremonia del té, las posturas para meditar. “La imagen en la cultura samurái es esta: el maestro va escalando una montaña, el discípulo siempre lo está mirando y tratando de encontrar respuestas. Para mí era un sentimiento entre lo sagrado y el miedo”, cuenta.
Era una vida estricta. Distinta a la del resto. No recuerda, por ejemplo, escapadas a la playa o irse de picnic. Él siempre estaba mirando a su padre. Años después vino la duda, el paso al costado, el punk y la búsqueda en Tokio. “Tenía mucha frustración, pero no la alivié gritando en Tokio. No pude encontrar allá mi camino. Lo que debía hacer era encontrar de qué se trataba ser samurái en los tiempos modernos. Ya no eran los años de guerra civil, donde los samuráis eran conocidos guerreros; tampoco se trataba ya de una posición social, como había sido por siglos. Debía ser otra cosa”. Y entonces regresó a lo que había empezado de niño.
A los 30, ya terminado el aprendizaje junto a su padre, partió de nuevo a Tokio. A enseñar su técnica y su arte en un dojo, como se llama en Japón a los espacios de práctica y entrenamiento. En su caso, era sobre las 18 disciplinas tradicionales de un samurái: desde el uso de la espada al conocimiento de la astronomía y la geografía. Él agregaba también la meditación y la filosofía. “Después de la Segunda Guerra Mundial y de la bomba atómica, todo lo relacionado a los samuráis fue declarado ilegal por nueve años. Y varios convirtieron esa cultura en competiciones o deporte. Entonces los linajes de samurái, que no son tantos, debieron encontrar la forma de darle un propósito a su quehacer. Mi padre vio que el suyo era mantener la tradición. El mío iba más allá: diseminarla lo más posible”.
Por eso, en su dojo empezó a recibir también extranjeros que buscaban qué podía entregarles esta cultura antigua. Recuerda que el primero fue un norteamericano de 26 años que llegó muy nervioso, que no paraba de hablar, que ni siquiera lo miraba. “Empezamos igual el entrenamiento hasta que de pronto se hizo el silencio, coordinamos los movimientos y todo empezó a fluir armoniosamente. Él encontró el balance”, señala.
El siguiente paso fue Zen Takai saliendo de Japón al mundo.
Los negocios y el té
Hace dos años, en Tulum, México, el chileno Cristóbal Millar se cruzó con Zen Takai. El sensei dictaba una clase; Millar tenía en la ciudad un centro de wellness. Engancharon bien y juntos dieron más impulso al proyecto “The Zen Samurai Way”, serie de talleres que hoy los tiene a ambos viajando sin pausa por todos lados. El chileno -que antes participó en emprendimientos como una discoteca en La Parva o una empresa de guardias de seguridad, que existe hasta hoy- no sólo es su socio, sino también oficia como una especie de manager, encargado de todo lo práctico: desde manejar la agenda del maestro hasta facilitarle los distintos objetos mientras él está dando un curso.
En un año, pueden estar fácilmente en 25 países, a lo que hay que sumar los retiros que organizan en Japón -donde ambos viven- y que hasta ahora suman 300 asistentes. A los entrenamientos de Zen Takai por el mundo van 40 personas cada vez, mientras que en sus conferencias la asistencia alcanza fácilmente las 2.000. “Es un alcance inmenso”, explica Millar, entusiasmado.
A los talleres presenciales -que pueden durar una mañana, un día, una semana, hasta medio mes- asisten frecuentemente ejecutivos, empresarios y líderes de distintas áreas. Millar estima que representan cerca del 80% de los discípulos del sensei. En los cursos, poco a poco ellos se van soltando y terminan blandiendo al aire espadas japonesas -talladas en madera-, dibujando letras japonesas o tomando el control de su respiración. Incluso, participan de la tradicional ceremonia del té, sentados en el suelo, “ya que ese espacio era donde se negociaba con los otros, casi en susurros, educada y delicadamente”, dice Zen Takai.
Sobre por qué ese público específico asiste a sus talleres, el sensei tiene su explicación: “Hoy la sociedad está siempre peleando, viendo quién avanza más rápido y alcanza lo más grande, lo más alto. Hay que sobrevivir en medio de eso; y la sabiduría de los samuráis da una manera diferente de hacerlo: yendo al balance interno de cada cual, con silencio, calma, armonía y sobre todo orden. Antes del Covid, los discípulos venían a mi dojo interesados en perfeccionar movimientos. Después de la pandemia, se acercaban con una nueva perspectiva: más interesados en el equilibrio personal, en la sabiduría de los samuráis. Lo veía mucho en ejecutivos de negocios, empresarios”.
– ¿Pero qué les da su coaching que otros, con otras técnicas, no ofrecen?, ¿dónde está la diferencia?
– Nosotros no usamos la emoción. Normalmente los coaching tocan tu corazón y lo que sientes. En cambio, las técnicas samurái cierran el corazón y concentran la atención en el estómago. Eso es algo muy japonés. El estómago es muy importante y muy honesto. Ahí está la energía. Te abre hacia tu interior.
Entre quienes han pasado por las dinámicas de Zen Takai están ejecutivos de Google, de MasterCard, de varias empresas de IT, profesores y alumnos de universidades como Oxford y Stanford. “Paul Polman, quien fue CEO de Unilever, va a entrenar con el sensei a Japón”, cuenta Millar. Los precios varían según la duración del curso o cómo se dicta. Un entrenamiento presencial de cinco días en Japón alcanza los US$ 5.000, mientras que una clase online -que se ofrece en la página web- cuesta desde los US$ 100.
“Yo no sé de esos números, eso no lo veo yo -comenta Zen Takai-. Para mí, un discípulo es un discípulo, independiente de las circunstancias. Enseño a gente en altas posiciones, famosas, pero también a gente que ni siquiera puede pagar. Como un chico de 23 años de la India, muy pobre, en cuya aldea la espada es un símbolo y quería saber más cómo lo hacen los samuráis. Él tiene mucha pasión. Se conecta al entrenamiento a través de su celular, con una señal muy lenta, y yo le enseño gratis”.
Ikigai
Al contrario de lo que se piensa, un samurái no fue siempre un guerrero. “La historia de los samuráis es de más de mil años -precisa Zen Takai-, pero de esos sólo 80 años estuvieron en una guerra civil, peleando unos con otros. Los samuráis vivieron mucho más en la paz. Ocurre que las películas y los cómic exacerban la imagen de guerreros, pero en la realidad no fue tan así”. El sensei recalca que, por eso, la gracia de las tradiciones de los samuráis es que se integren en el día a día y no sólo como un espectáculo deportivo o de batalla. “Lo importante es controlar tu cuerpo. Todo nuestro entendimiento pasa por ahí. Si las personas se focalizan en su cuerpo, controlan sus mentes. Alcanzan mayor sabiduría. Por eso nuestros talleres parecen tan físicos”.
Para cumplir su propósito de expandir la técnica y arte de los samuráis, Zen Takai no se afilió a ninguna de las tradicionales asociaciones que existen en Japón. Como clubes cerrados, éstas exigen estar ahí de por vida y cumplir una serie de normas estrictas. Él, por el contrario, necesitaba libertad; moverse a su manera. Por eso hoy puede trabajar con extranjeros, viajar, expandir sus conocimientos por internet, compartir con Occidente tradiciones antiguas de su país. “Esta manera de pensamiento es odiada por la línea más tradicional. Pero bueno, digamos que soy un puente con la modernidad”.
Aclara que él es el último samurái de su linaje. “Yo no tengo hijos, así que mi misión es dar a conocer mi cultura samurái a las nuevas generaciones, con el mayor alcance posible”. Y esta cruzada de difusión probablemente tenga hacia fines año o inicios de 2026 un importante empujón: Zen Takai espera abrir una academia samurái en la isla de Tsushima, en el sur japonés.
“Es un lugar tradicional, muy ligado a nuestra historia antigua. Hay mil santuarios. Pero la gente en Japón no está interesada en estas cosas y ha empezado a abandonar la isla. Hoy no deben vivir más de 40 mil personas, es un pueblito. Yo quiero mantener la tradición. Por eso la municipalidad me va a arrendar un colegio abandonado para que yo arme ahí mi academia samurái, que será más bien un centro cultural con salas de meditación, de caligrafía, de entrenamiento, un museo. Incluso planeo que haya mujeres samurái dando clases, pues ellas han sido importantes en nuestra historia”, señala el sensei.
Cristóbal Millar cuenta que, al año, “The Zen Samurai Way” obtiene alrededor de medio millón de dólares en ventas de talleres y conferencias, y que eso lo reinvierten en iniciativas importantes para el proyecto, como esta futura academia samurái donde podrán hacer talleres más largos, en medio de la naturaleza. “La idea en reinvertir en armar bien eso y también en la creación de una plataforma online que funcione con una membresía. Eso ayudará a escalar el impacto del negocio”, explica Millar.
El sensei sonríe levemente cuando uno menciona la palabra negocio. “Mi proyecto crece y crece, y algunos me ven como un samurái de negocios… pero estoy tan lejos de eso”, comenta.
Zen Takai y su esposa viven hace dos años en Tsushima. Dice que en la isla llevan una vida simple, en medio del campo: “Vivimos en una casa pequeña, con un arriendo mensual de US$ 200. Tengo un auto chiquito. Vamos al supermercado después de las 7 de la tarde, pues hay descuentos a mitad de precio. No necesito champagne, ni caviar, ni tarjetas”.
Son las 2 de la tarde en Santiago, y el sensei se despacha su última frase: “Si te sientes cómodo dentro de tu cuerpo, no hay necesidad de intentar conseguir algo del exterior. El ikigai, el sentido de la vida, está dentro tuyo, no afuera”.
Piel de cocodrilo
Zen Takai dice que la mejor manera en que un samurái puede entrenarse a sí mismo es agregando experiencias. “Una nueva experiencia cambia todo”, señala. Abre la mente, enriquece las técnicas, “saltas a otra dimensión”.
Por eso, hace 10 años él se fue por un mes a la jungla en Papúa Nueva Guinea. “Supe que allí había una civilización de guerreros que creía que sus ancestros eran los cocodrilos. Y que había una ceremonia sobre el tema. Fui a verla. En ella, los hombres se cortan la piel en mil pedacitos hasta que se asemeja a la piel de un cocodrilo; sólo entonces pueden ser considerados guerreros. Es muy riesgoso, varios mueren. De alguna manera me recordó una prueba que se hacía antiguamente entre los samuráis. Un niño de 13 años que quería ser samurái era despertado en la madrugada por su maestro, quien le pasaba un papel. El niño tenía que ir hasta una esquina de su aldea, donde había alguien que había sido encontrado culpable de algo y le habían dado muerte con un corte en el cuello. El niño tenía que levantarle la cabeza y dejar el papel metido en el corte. Al día siguiente el maestro iba a chequear el cadáver. Si el papel estaba allí, el niño era considerado samurái, porque estaba preparado para eso”.