La pandemia de COVID-19 ha sido un punto de inflexión, no solo por su impacto en la salud, sino también por la forma en que ha puesto al descubierto las estructuras de poder global. Lo que comenzó como una crisis sanitaria se convirtió rápidamente en un tablero de juego en el que gobiernos, corporaciones y organismos internacionales movían sus piezas con intereses que a menudo no estaban alineados con el bienestar colectivo.
Nunca antes la ciencia había estado tan presente en los medios, pero también había sido tan manipulada. Se desacreditaron voces disidentes, se censuraron investigaciones alternativas y se promovieron normas sin suficiente respaldo, mientras se prohibían opciones prometedoras, todo bajo la bandera de una “verdad científica” impuesta más por motivos políticos que por evidencia sólida. Las compañías farmacéuticas, en tiempo récord, aseguraron contratos millonarios, a menudo exigiendo inmunidad legal y ocultando datos importantes sobre la seguridad de sus productos.
El miedo se convirtió en la principal herramienta de control. Bajo su sombra, se aceptaron confinamientos extremos, vigilancia digital, pérdida de libertades y medidas contradictorias, todo sin permitir el debate. El discurso oficial se protegió de críticas, y aquellos que osaban cuestionarlo eran etiquetados como “negacionistas”, incluso si solo buscaban pensar de manera crítica.
Mientras algunos se enriquecían durante la pandemia, millones de personas caían en la pobreza y la desesperación. Se puso de manifiesto el juego sucio en el acaparamiento de medicamentos y oxígeno, así como en decisiones que priorizaban el mercado sobre la vida.
La pandemia fue una tragedia real, con muertes reales. Pero también fue una dura lección sobre cómo se puede instrumentalizar el sufrimiento con fines económicos, políticos e ideológicos. Lo que debería haber sido un esfuerzo humano conjunto se convirtió en un reflejo de nuestras peores fallas como sociedad.
Estamos experimentando las consecuencias de actuar de manera irresponsable. Los efectos secundarios de las vacunas no suficientemente probadas están causando daños impredecibles en la salud. La prisa por implementar soluciones sin cuestionamientos ni transparencia ha dejado una estela de incertidumbre tanto en el ámbito médico como en el social, que apenas estamos comenzando a comprender.
Aún queda mucho por escribir en la historia. Pero si no aprendemos de este capítulo, si no cuestionamos lo que nos dijeron y cómo nos lo dijeron, estaremos condenados a repetir no solo la enfermedad, sino también las prácticas cuestionables que la acompañaron.
En los momentos más oscuros de la pandemia, cuando el mundo entero esperaba una respuesta, más de 280 laboratorios en todo el mundo ofrecieron esperanza, proyectos y posibles vacunas. Detrás de cada una de esas propuestas había trabajo científico, sueños de salvar vidas y, en muchos casos, un compromiso genuino con la salud pública. Sin embargo, al final solo unos pocos, los más poderosos en términos financieros, mediáticos y políticos, lograron salir adelante.
La ciencia, que siempre ha sido un bastión de razón y evidencia, fue despojada de su neutralidad y absorbida por los intereses del mercado. No siempre prevaleció la mejor vacuna, sino la que contaba con los mejores contratos, las alianzas geopolíticas más convenientes y las proyecciones de ganancias más atractivas. La Organización Mundial de la Salud, que debería haber sido la guardiana imparcial del conocimiento científico, se convirtió en un terreno de influencia donde las poderosas compañías farmacéuticas marcaban la pauta.
Lo más alarmante fue ver cómo gobiernos y medios de comunicación que solían criticar al capitalismo, e incluso algunos de ideología comunista o socialista, cambiaron su discurso y sus decisiones frente a estas mismas corporaciones. Fue una rendición del pensamiento ideológico ante la urgencia, pero también ante el poder seductor del dinero. En lugar de cuestionar el sistema, muchos optaron por firmar acuerdos confidenciales, aceptar condiciones impuestas y silenciar alternativas más económicas o éticas.
¿Qué nos dice todo esto sobre nuestro mundo? Nos muestra que incluso en medio de una crisis global, el equilibrio de poder no se inclina automáticamente hacia lo justo o lo racional. Por el contrario, la pandemia expuso la arquitectura del dominio: quién decide quién vive, quién enferma y quién saca provecho. La vacuna no fue solo una respuesta a la crisis sanitaria; fue una herramienta de poder, una moneda geopolítica, una fábrica de sumisiones.
Hoy más que nunca, debemos preguntarnos: ¿qué tipo de ciencia queremos? ¿Una ciencia al servicio de la humanidad o una ciencia capturada por intereses económicos? ¿Qué tipo de gobiernos nos representan? ¿Aquellos que actúan según principios o los que se doblegan ante la rentabilidad?
Porque si en medio del caos global no fuimos capaces de defender la justicia, la equidad y la soberanía en salud, ¿cuándo lo haremos?