¿Harías igual por mí? por Roberto Lerner

Los padres hacemos mucho por nuestros hijos. Muchísimo. Más de lo que podemos, más de lo que sabemos, más de lo que a veces deberíamos. Les damos amor, normas, abrazos, vacunas, consejos, ejemplos, talleres de mindfulness, clases de chino mandarín, meriendas orgánicas y cumpleaños temáticos que desafían la física cuántica del tiempo libre. Todo esto cuesta. En dinero, energía, sueño, discusiones con la pareja, cuestionamientos personales. Y ellos, muy ellos, piden más. Siempre más. Como si tuviéramos una central de abastecimiento universal en casa, abierta 24/7.

No se trata solo de lo que piden a gritos —¡Quiero el último celular! ¡Necesito zapatillas de carbono lunar!—. Está también aquello que la sociedad impone como indispensable para que no queden excluidos del paraíso de la infancia premium, ni del palmarés académico, profesional y corporativo de un futuro rutilante. Y claro, lo que nosotros mismos nos inventamos en esa cruzada delirante de ser padres modelo, ese impulso a veces generoso, a veces neurótico, de darles lo que no tuvimos y ser los padres que los nuestros no fueron.

Entonces, cuando el sujeto de nuestros intensos a la vez que planificados afanes no agradece, o parece asumirlos como la única realidad posible, o simplemente uno se siente agotado y sin likes familiares, aparece la tentación de pasar factura. De recordar pasadas carencias, tipo: “Yo sufría dos horas en el micro para ir a la escuela”. O practicar el arte de Nostradamus: “Ya verás cuando tengas hijos. Te sacarán canas verdes. Ahí me vas a entender.” O, finalmente, preguntar teatralmente “¿harías lo mismo por mí?”  

De lo primero, ellos no tienen la culpa. Es como si alguien nos criticara por usar el celular porque en su época no existía. En lo segundo, tenemos un punto: en efecto, sus hijos les van a sacar, de alguna manera, en algún momento, canas verdes; y, quizá, se digan, “caray, el viejo tenía razón”. ¿Pero que tenga algún efecto? El mismo que decirle a un chico de 14 que no fume porque a los 50 años le va a dar cáncer al pulmón: los adolescentes nunca van a cumplir 50.

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¿Y lo tercero?

Los hijos nunca hacen por los padres lo que sus padres han hecho por ellos. Así no funciona la cosa y que ese sea el criterio de nuestro éxito, digamos el KPI parental, es condenarnos a un seguro y devastador fracaso. Lo único que podemos pedir es que, llegado el momento, cuando ellos sean padres, hagan por sus hijos lo que nosotros hacemos por ellos. Eso es mucho más razonable, realista y adecuado a las reglas del juego de la crianza y las relaciones entre las generaciones.

¿No nos devolverán nada nuestros hijos? ¿No pueden ir más allá de sus exigencias, de sus agendas, de sus éxitos? ¿Nos dejarán a un lado mientras se adentran en la vida? Puede que sí, puede que no. En la mayoría de los casos harán cosas por nosotros. Pero eso no depende de lo que hacemos por ellos, sino de lo que nosotros hicimos y hacemos por sus abuelos, nuestros padres.

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