José Miguel Aldunate
Se supone que la izquierda es la ideología de los jóvenes: rebelde, idealista, ávida de cambios. Pero como todo lo juvenil, carga con sus propias contradicciones. Aunque desconfía del poder, impulsa un Estado que no solo crece en presupuesto, sino también en atribuciones, con la fantasía de imponer una moral robesperriana sobre cualquiera que desobedezca sus altos estándares adolescentes.
¿Recuerda el lector aquellos días en que la juventud frenteamplista se escandalizaba por las clases de ética del caso Penta, por las tramas de colusión entre empresarios o por el juicio de Martín Larraín? Entonces, los dardos apuntaban al sistema de persecución penal: jueces, fiscales y sus supuestas complacencias con el poder político y económico.
Pero el tiempo es implacable y nada envejece tanto como el ejercicio del poder. Hoy, desde La Moneda, escuchamos las críticas contra la interceptación telefónica de Miguel Crispi —autorizada por un juez en el marco del caso convenios— y contra el intento fallido del Ministerio Público de intervenir una línea anteriormente usada por el Presidente, cuya solicitud fue rechazada por el tribunal.
Conviene distinguir. No se trata aquí del problema de las filtraciones desde el Ministerio Público, aunque son graves. Tampoco de la decisión editorial de los medios de publicar esas filtraciones, con todos los dilemas que eso conlleva. El punto en debate es el uso de una medida intrusiva —como la interceptación telefónica— respecto de una autoridad política en ejercicio.
Estas medidas no son un exceso del sistema, sino una herramienta indispensable para investigar delitos complejos, muchas veces protegidos por redes de poder. Su aplicación exige autorización judicial, precisamente para evitar abusos y proteger derechos fundamentales. Esa doble llave —fiscal y juez de garantía— es la que legitima su uso. Que puedan aplicarse también sobre autoridades políticas no es una falla institucional sino una garantía republicana, porque en un Estado de derecho nadie —ni siquiera el Presidente— está por encima del control penal. Cuestionar ese principio es erosionar la autonomía del Ministerio Público y, con ella, una de las principales barreras frente al abuso impune.
Por eso resultan tan insólitas las quejas del oficialismo contra la Fiscalía. Al final, terminaron haciendo exactamente lo que antes denunciaban: defendiendo al poder del que antes desconfiaban, cuestionando las atribuciones de un órgano del Estado cuando investiga a los suyos y olvidando, sin nostalgia, su antigua indignación contra la corrupción.
Tal vez no haya traición más predecible que la del idealismo cuando se instala en el poder. Lo que fue rebeldía se vuelve complacencia; lo que fue crítica, cinismo. Y así, una generación que prometía renovar la política acaba replicando sus peores rutinas. “Juventud, divino tesoro, te vas para no volver…”