La humanidad se encuentra en una encrucijada peligrosa.
La escalada bélica en Europa, alimentada por agresiones verbales, envío de armamento y discursos incendiarios, amenaza con convertirse en un conflicto sin retorno. No se trata de buscar culpables, sino de escuchar el grito que la humanidad hace: la paz debe ser la solución. Basta de juegos bélicos. Basta de recelos. Basta de vanidades estratégicas.
Henry Kissinger, uno de los más lúcidos estrategas del siglo XX, lo advirtió con claridad:
“Occidente no comprende el pensamiento ruso, y Rusia no comprende el pensamiento occidental.” No hablaba de ideologías, sino de civilizaciones que no se entienden. Occidente pretende integrar a Rusia por conversión ideológica -como si bastara con imponerle democracia, libre mercado o instituciones liberales-. Pero eso es un error. Kissinger insistía en que Rusia debe ser reconocida por su historia, su cultura y sus intereses legítimos. Solo así puede construirse una paz duradera. Ignorar esto es sembrar el terreno para una nueva catástrofe.
En 1918, el poeta ruso Alexander Blok escribió “Los escitas”, un poema que parece escrito para este momento.
Blok no habla como individuo, sino como voz de una civilización que se siente incomprendida y amenazada por Europa. Rusia aparece como esfinge, como frontera entre Oriente y Occidente, como guardiana de templos y sueños ajenos, pero también como potencia capaz de retirarse al Este y encender fuegos que oscurezcan el sol.
“Somos tu hermano, tu sangre, tu carne. Danos amor fraterno… por última vez”, le dice a Europa.
Este verso es el corazón del poema. Blok no amenaza: suplica. Rusia se presenta como parte de Europa, como su hermano, como su carne. Pero advierte que, si ese vínculo se rompe, no habrá vuelta atrás.
“Para ustedes, solo el reloj de la razón. Nosotros, el rugido eterno del alma.
Ustedes cuentan los años. Nosotros esperamos el momento.” Aquí Blok revela la diferencia profunda entre ambas civilizaciones. Europa mide, calcula, administra. Rusia siente, espera, arde. No se trata de superioridad, sino de incomprensión mutua. Y esa incomprensión puede ser fatal.
“Por última vez, viejo mundo, te llama la lira bárbara.”
La “lira bárbara” es la voz poética de Rusia, que canta por última vez antes de que el silencio de la guerra lo consuma todo. Es un llamado a la paz, al entendimiento, a la fraternidad.
En uno de los momentos más conmovedores del poema, Blok escribe:
“Venid a nosotros. Dejad los horrores de la guerra. Venid a nuestro abrazo pacífico. Antes de que sea tarde: envainad la vieja espada. ¡Compañeros! Seremos hermanos.”
Este pasaje no es una simple invitación:
es un clamor civilizatorio. Blok, en nombre de Rusia, extiende la mano a Europa. No desde la debilidad, sino desde la conciencia de que la guerra destruye lo que la cultura ha construido. La palabra “compañeros” no es retórica: es una apelación al vínculo humano, al reconocimiento mutuo, a la posibilidad de una fraternidad que trascienda fronteras.
Rusia ha cometido errores, como toda potencia.
La imposición ideológica brutal de la URSS en Europa Oriental dejó heridas profundas. Pero Rusia también ha salvado Europa en momentos cruciales: detuvo al Imperio Otomano, resistió a los mongoles, derrotó a Napoleón, venció al nazismo, junto a los aliados, pero pagando el precio más alto en vidas humanas. Esa memoria no puede ser borrada ni reducida a caricaturas.
Desde la invención de la imprenta, numerosos escritores europeos han retratado al ruso como bárbaro, borracho, violento.
Esa imagen debe ser desterrada. El pueblo ruso es también el de Tolstói, Tchaikovski, Dostoievski, Mendeleev, Gagarin. Es un pueblo de poetas, músicos, científicos, campesinos y pensadores que han sufrido y resistido con dignidad.
La cultura rusa se fundamenta en valores profundos:
dignidad, solidaridad, sacrificio, espiritualidad, respeto por la historia, amor por la tierra, unidad familiar, compasión y justicia. Estos valores no son exclusivos de Rusia, pero en ella han sido vividos con intensidad, transmitidos de generación en generación, y defendidos incluso en medio del sufrimiento. Rusia aporta la profundidad espiritual, la memoria histórica y una resistencia cultural forjada en siglos de invasiones, guerras, censuras y sacrificios. Su cultura ha sobrevivido al zarismo, al comunismo, al exilio, a la guerra total y a la incomprensión externa. Esa capacidad de preservar su alma -su literatura, su música, su fe, su lengua, su visión del mundo- frente a las tormentas de la historia, es lo que llamamos resistencia cultural. Es una fuerza silenciosa que no se impone, pero que tampoco se rinde.
Occidente ha desarrollado valores esenciales como la libertad individual, el pensamiento crítico, la institucionalidad democrática y el respeto por los derechos humanos.
Su tradición filosófica y política ha promovido la autonomía moral, la educación universal, la igualdad ante la ley y la libertad de expresión. Son conquistas valiosas que han permitido ampliar derechos, liberar conciencias y construir sociedades abiertas.
Pero esos valores no deben imponerse como modelo único, ni como medida de superioridad.
La civilización rusa, con su profundidad espiritual, su memoria histórica y su resistencia cultural, ofrece otra forma de entender la dignidad, el sacrificio, la comunidad y la verdad. Ambas visiones pueden dialogar. Ambas pueden enriquecerse mutuamente. La paz no exige uniformidad: exige respeto.
¿Qué maravilla sería una convivencia pacífica entre Estados Unidos y Rusia?
No como aliados ideológicos, sino como socios estratégicos en la defensa de la humanidad. ¿Por qué no unirlos? ¿Por qué no construir un mundo donde la razón occidental y el alma rusa se reconozcan y se respeten?
Hoy, quienes piden paz son a menudo desprestigiados.
Se les acusa de ingenuos, de débiles, de traidores. Pero defender la paz es el acto más valiente y más humano. La paz exige coraje, exige visión, exige dignidad. Como dijo Albert Camus: “La paz es el único combate digno del hombre.”
Camus no hablaba de pasividad, sino de lucha activa por la vida, por la justicia, por el futuro.
En tiempos de polarización y propaganda, la paz es resistencia ética.
Como ciudadano del mundo, como amante de la cultura, como defensor de la paz, alzo la voz con la convicción de quien ha leído la historia y no quiere repetir sus errores.
Que se escuche el rugido de la esfinge, no como amenaza, sino como advertencia. Que la paz vuelva a ser el horizonte común, el lenguaje compartido, el destino digno.
Porque no hay gloria en la destrucción, ni victoria en el odio.
La paz -y solo la paz- es el único camino hacia el futuro.
(*) Premio mundial de periodismo “Visión Honesta 2023”