El año pasado fui invitado a un seminario co-organizado por el Peterson Institute for International Economics y el FMI, donde una de las sesiones más provocadoras abordó el impacto transformador de la innovación, especialmente de la inteligencia artificial (IA).
Entre los diferentes expositores, destacó la visión un poco audaz de Anton Korinek -a quien recomiendo seguir-, quien planteaba una transición desde la era industrial, donde el factor escaso era la mano de obra, hacia una era de la IA, en la cual una aceleración tecnológica podría volver prescindible a buena parte del trabajo humano. Según este escenario, esto llevaría a que seamos testigos de un fuerte aumento en la productividad, pero acompañado de una significativa disminución en la participación laboral.
“Las personas son conscientes de que el mundo está cambiando rápidamente debido a la tecnología y que, por lo tanto, existe una necesidad imperante de formarse continuamente para adaptarse a estos cambios”.
Varios expertos coincidieron en señalar que, históricamente, la automatización no ha generado desempleo tecnológico de largo plazo. Las nuevas tecnologías tienden a crear nuevas ocupaciones. Sin embargo, también destacaron que las personas con menor calificación suelen ver mermados sus ingresos, lo que profundiza brechas ya existentes.
Finalmente, el académico Restrepo introdujo la “paradoja de Moravec”. Para ilustrarla utilizó la analogía de un paisaje de inteligencia humana y un “nivel del mar” que representa la capacidad de automatización. Las tareas rutinarias, tanto administrativas como manuales, estarán mayormente “sumergidas” (automatizadas). En cambio, aquellas que requieren creatividad o habilidades sensoriomotoras permanecen “en tierra firme más elevada” y, por tanto, más protegidas.
Definitivamente, la sesión fue movilizadora, por lo que el tema dominó la conversación en las mesas. Entre todas las preguntas surgidas, las que resonaban con más fuerza eran qué profesiones subsistirían o serían necesarias en esta nueva era y, por lo tanto… ¿qué estudiar?
Se trata de una pregunta que cada año se hacen miles de adolescentes y que también me hice cuando era joven. En ese entonces, como muchos, fui donde una psicopedagoga que, según mi perfil, terminó recomendando alguna carrera tradicional de, al menos, cuatro años. Hoy, esa fórmula ya no parece suficiente. ¿Sigue teniendo sentido pensar la formación profesional como una decisión única y definitiva?
Un estudio reciente realizado por Santander, “Habilidades del Futuro”, entrega algunas señales. Según sus resultados, siete de cada 10 personas creen que las nuevas generaciones trabajarán en empleos que aún no existen. Además, un 54% anticipa que muchos trabajos mecánicos desaparecerán por efecto del avance tecnológico. Esta percepción es coherente con lo que planteaban los académicos en el seminario y deja en evidencia algo interesante: las personas son conscientes de que el mundo está cambiando rápidamente debido a la tecnología y que, por lo tanto, existe una necesidad imperante de formarse continuamente para adaptarse a estos cambios.
El estudio también revela una creciente tendencia a asumir responsabilidad individual en el desarrollo de nuevas habilidades. En otras palabras, hoy se valora más la capacidad de adaptación que una profesión específica.
Sobre la inquietud inicial de esta columna, parece que las personas ya tienen algo más de claridad. La pregunta corolario que surge es: ¿qué se está haciendo desde las políticas públicas y las empresas para abordar lo inminente?