Hay algo profundamente humano en ese segundo en que una conversación presencial se detiene. Basta que uno baje la mirada, que otro mire hacia un lado, para que el silencio irrumpa y reclame su lugar. Puede ser incómodo —de hecho puede ser considerado una transgresión de las reglas implícitas de la interacción—, puede ser reparador, puede ser simplemente un espacio para pensar, o, como en una psicoterapia, para entrar en contacto con el mundo interno. Pero está ahí, tangible, compartido. Y tanto nuestro cuerpo como nuestra cultura saben —otras poseen reglas distintas— qué hacer con él: llenar el hueco, soportarlo o dejar que actúe como un punto y coma antes de seguir hablando.
Ese silencio no es un vacío: es una pausa en una danza en la que los cuerpos se sincronizan. Las investigaciones más recientes muestran que cuando una conversación fluye, nuestros cerebros se alinean; comparten ritmos, latencias, anticipaciones. El silencio, en ese contexto, no interrumpe esa armonía: la sostiene, la enmarca, la carga de significado. Incluso puede ser lo que permite que emerja el alivio que sentimos al hablar, como si el simple hecho de ser escuchados nos devolviera una coherencia fisiológica y emocional.
Pero, ¿cuál es el equivalente del silencio en las interacciones digitales? ¿Qué es callar en WhatsApp, en Instagram, en un grupo de padres, en los chats laborales, en los foros? No es lo mismo no responder que quedarse en silencio en una conversación cara a cara. En la vida física, el silencio es visible. Tiene duración, tiene textura. Se comparte. En lo digital, no siempre es claro si el otro está en silencio o simplemente no está.
Y ahí comienza la danza de las interpretaciones: ¿Me dejó en visto? ¿No lo abrió? ¿Se le pasó? ¿Me ignora? ¿Está ocupado? ¿Está molesto? El silencio digital es asimétrico: puede ser involuntario o estratégico, puede ser olvido o desdén, saturación o indiferencia.
La conversación, además, se ha dislocado en el tiempo. No hay turnos claros. Lo que en lo presencial es una pausa —con todo su peso—, en lo digital puede ser un quiebre de minutos, horas o días. Y esa demora puede ser leída como frialdad, desinterés, agresión pasiva o simplemente como la respuesta natural a un entorno saturado de estímulos.
En Zoom, en Teams, u otras plataformas conversacionales, la cosa es más parecida al escenario presencial: el silencio incómodo existe. Una pregunta sin respuesta, un micrófono apagado demasiado tiempo, una pausa mal gestionada pueden pesar tanto como en una sala de reuniones. Pero en redes y chats, el silencio es un fantasma: no se oye, no se ve, solo se intuye y se construye.
Las conversaciones ya no son exactamente conversaciones. Son hilos que alguien puede dejar colgados y otro retomar horas después. El silencio se convierte en ausencia, y la sincronía que sostiene el alivio de “hablar con alguien” se desvanece.
En la vida presencial, el silencio es parte del diálogo. En lo digital, es un signo abierto en cuya traducción nadie nos ofreció modelos y que estamos descubriendo poco a poco. Tal vez sea por eso que las conversaciones digitales nos alivian menos: porque nos falta ese baile alineado de cuerpos, la danza de las palabras y los silencios verdaderamente compartidos.