En distintas conversaciones ha aparecido la misma pregunta: ¿y a ti, qué te mueve? A simple vista, parece fácil responder: aprender, trabajar, amar, sentir, vivir, gozar, viajar, tener, crear… Pero si tuvieras que quedarte con un solo verbo, uno que te defina en la vida entera, ¿cuál sería?
El mío es aportar.
La primera vez que, por trabajo, pisé un campamento -un lugar donde familias viven sin acceso a una solución habitacional- sentí con claridad la fuerza de esa acción. No había vuelta atrás. Sentí la urgencia de contribuir, de hacer algo. De estar. Por esas madres, por esos niños y niñas. Por esas familias que, a pesar de todo, resistían con dignidad y esperanza, entre millones de dificultades.
Tuve la suerte de hacer de mi trabajo, mi propósito. Hoy “propósito” se ha convertido en una palabra de moda. Y ahí está la paradoja: se dice tanto, que ha empezado a perder sentido. La repetimos, la analizamos, la enseñamos, la discutimos… pero pocas veces la encarnamos. Le falta lo esencial: actuar, sin estar todo el tiempo tratando de cumplir con la exigencia casi higiénica de tener un propósito.
El propósito cobra valor cuando desaparece del discurso y se vuelve acción. Borges decía que en el ajedrez, la única palabra que no se dice es “ajedrez”. Porque el juego se juega. El propósito también: se hace, no se dice.
Mi formación estuvo marcada por mujeres que hacían. Mujeres que trabajaban, cuidaban, resolvían, estaban. Mi abuela, mi madre, mi tía. Si hemos llegado hasta aquí, ha sido por tantas como ellas. Mujeres valientes como la que escribió un cartel que vi una vez, en una sede comunitaria de La Pintana, para un 8M: “Aquí manda calzón”. Ellas no necesitaban marchar un día al año. Su vida entera, y el destino de su comunidad, estaban en movimiento.
Por eso elegí aportar. Porque creo en la colaboración, en la participación desde cada rincón que habitamos. Porque construir el bien común es, al final, un buen negocio para todos.
¿Y a ti, qué te mueve?