Hace unos años, Interbank lanzó una campaña con un lema poderoso: “el tiempo vale más que el dinero” que hace poco relanzó. Pero este lema no solo aplica a las operaciones bancarias. Perder tiempo es perder calidad de vida y limita nuestra capacidad de generar ingresos y riquezas. Esto es más relevante aún en países con baja productividad y alta informalidad como el nuestro. Lo más penoso es que el Estado es el principal causante de esa pérdida.
Se discute mucho sobre la baja calidad del gasto público, pero casi nada sobre el costo del tiempo perdido que impone el Estado a los ciudadanos. Porque además de dinero, un Estado ineficiente nos roba tiempo, y lo hace todos los días, a millones de peruanos. Tiempo en colas, trámites absurdos, papeleo presenciales, sistemas que no funcionan, servicios que no atienden, procesos judiciales eternos. Tiempo que no se mide, pero que se sufre.
El trabajador que pasa tres horas al día en una combi como resultado de infraestructura vial y transporte masivo inadecuados, la madre que pierde medio día esperando cita en Essalud, o el emprendedor que pierde días dando vueltas por municipalidades para obtener licencias muchas veces innecesarias. Todos son víctimas de un aparato estatal que desperdicia su tiempo por incompetencia, desidia o corrupción.
En el Perú, la desigualdad no solo es de ingresos: es también de tiempo disponible. Quien tiene recursos puede pagar para recuperar tiempo: contrata servicios, se mueve con eficiencia, accede a soluciones digitales. Pero el ciudadano promedio —especialmente el más pobre— paga con tiempo lo que no puede pagar con dinero. El costo es invisible, pero real: menos horas para trabajar, para educarse, para cuidar a la familia o simplemente para descansar. Impacta nuestra productividad personal y como país.
Este problema tiene responsables concreto. El Congreso, que bloquea cualquier intento de reforma del Estado. El Ejecutivo, atrapado en la mediocridad y la improvisación. Y un sistema político que prefiere el clientelismo antes que la eficiencia. Porque hacer que el Estado funcione mejor no da votos inmediatos. Y, sin embargo, es lo que más impacta en la vida cotidiana de la mayoría silenciosa del país.
¿Qué se puede hacer? Primero, priorizar la digitalización total de trámites públicos, con interoperabilidad entre entidades. Segundo, exigir por ley metas de reducción de tiempos de atención en salud, justicia y servicios clave, con incentivos y sanciones. Tercero, simplificar los trámites eliminando normas absurdas que generan papeleo inútil y formalidades innecesarias. Y cuarto, premiar a los funcionarios que simplifican procesos, en lugar de castigar al que se equivoca por agilizar.
Reformar el Estado no es una discusión técnica, es una urgencia ética. Porque cada trámite innecesario, cada cola absurda, cada expediente que duerme años en el Poder Judicial, entre otros, es tiempo robado a la vida de alguien. Y en un país que aspira a desarrollarse, eso debería ser inaceptable. El tiempo es riqueza. Y cada día que lo dejamos en manos de un Estado disfuncional, seguimos atrapados en el subdesarollo.